*Por Carina Lupica – Consultora Experta de OIT, PNUD y CEPAL
En América Latina y el Caribe, entre el 2000 y el 2010, 22,8 millones de mujeres se incorporaron al mercado de trabajo, y con este avance, más de 100 millones de mujeres integran la fuerza laboral en la actualidad. La masiva incorporación femenina a la fuerza de trabajo es una de las transformaciones sociales y económicas más significativas en la región en las últimas décadas.
Los avances en el nivel de escolaridad de la población en la región, en especial entre las mujeres, constituyen uno de los principales logros que favorece la inserción laboral femenina. Durante las pasadas décadas todos los países de la región han incrementado el promedio de años de educación de la población económicamente activa femenina y las mujeres jóvenes (menores de 30 años) han sobrepasado a los hombres tanto en términos de logro educativo como de matrícula escolar en todos los países de la región, excepto en los casos de Bolivia (Estado Plurianual de) y Guatemala.
No obstante los notables avances en materia educativa, el 46,3% de las mujeres que integran la población económicamente activa (PEA) no llegan a alcanzar los umbrales mínimos de educación (12 años de educación formal), mientras que entre las que arriban a mayores niveles educativos existe una gran proporción de mujeres que no tienen garantizado el acceso a empleos de calidad, conforme a sus cualificaciones.
La importancia del trabajo remunerado radica en que además de constituir el principal medio para obtener ingresos adecuados para vivir, facilita el desarrollo de la personalidad y el reconocimiento social de la persona. Es decir, que el trabajo permite el establecimiento de vínculos más allá del ámbito familiar, brinda status social y la identidad se organiza en torno a las tareas realizadas, permitiendo de este modo la estructuración del tiempo y de los hábitos.
Adicionalmente, para las mujeres el trabajo fuera del hogar conlleva otras implicancias: además de contribuir a superar las condiciones de pobreza del hogar y mejorar la calidad de vida de los miembros de la familia, brinda a la mujer mayor independencia y equidad en la toma de decisiones hacia el interior del hogar. La CEPAL estima que la magnitud de la pobreza de los hogares biparentales urbanos en América Latina para el año 2010 sin los aportes de las cónyuges al hogar hubiese aumentado del 26% al 35%.
El incremento de la tasa de participación laboral femenina regional, y la disminución de la de los hombres en el mismo período de tiempo, han acortado las brechas de género en términos de participación en el mercado de trabajo entre hombres y mujeres, pese a lo cual las diferencias continúan siendo muy significativas. Basta mencionar que mientras la mitad de las mujeres latinoamericanas y caribeñas están fuera del mercado laboral lo hacen solo dos de cada diez hombres.
Una de las principales barreras a la inserción laboral femenina son las tareas del hogar y de cuidado de los miembros de la familia, que ellas continúan desarrollando de manera principal. En todos los países de la región con información disponible, las mujeres en edad de trabajar dedican más del doble de tiempo que los hombres al trabajo doméstico no remunerado y menos tiempo que ellos al trabajo remunerado. Pese a lo cual, su carga total de trabajo, que resulta de sumar el tiempo dedicado al trabajo en el mercado y en el hogar, es mucho mayor que el de los hombres.
Para poder sobrellevar la intensa carga de trabajo, muchas mujeres limitan su tiempo de descanso y ocio personal, se afecta su salud física y psíquica, y su calidad de vida se deteriora. Otras, buscan empleos que les permitan conciliar las responsabilidades laborales y familiares: empleos a media jornada, en los que pueden tener consigo a los hijos, que no requieren traslados a lugares de trabajo, entre otros. Para una importante proporción de ellas esto significa acceder a trabajos precarios, informales o mal remunerados.
Cuando hay niños menores de 6 años en el hogar, es decir, cuando las demandas de cuidado son muy altas, las tasas de participación de las mujeres representan un 54,3% de las de los hombres. Si el niño menor en el hogar tiene entre 6 y 14 años, la razón asciende a un 60,9%, mientras que cuando no hay niños menores en el hogar, la razón alcanza un 64,2%. Las diferencias son considerablemente más marcadas en los hogares más pobres. Las tasas de participación de las mujeres de menores recursos (37,8%, quintil I) son muy inferiores a las de las mujeres de los sectores medio-altos y altos (61,5%, quintil V), y esta diferencia es mucho más acentuada que la que se registra en el caso de los hombres (76,9%, quintil I y 80,8%, quintil V). La alta diferenciación de la participación laboral femenina por quintiles de ingreso se asocia con el patrón de división del trabajo entre mujeres y hombres, la escasa capacidad para contratar servicios de cuidado y para el hogar y la maternidad en años tempranos.
Adicionalmente, una vez que las mujeres ingresan al mercado laboral, tienen más dificultades que los hombres para conseguir empleos de calidad, con protección social y mejores remuneraciones, en sectores de alta productividad y en los puestos de mayor jerarquía en las grandes empresas. Basta mencionar, que el 63,6% de las mujeres asalariadas de la región no cotizan a la seguridad social, lo que acarrea dificultades para recibir una pensión y mantener su autonomía económica en la vejez, situación que se agrava ante la mayor esperanza de vida de las mujeres respecto de los hombres.
La calidad del empleo femenino es crucial ya que la cantidad de tiempo que ellas pasan fuera de su hogar y las condiciones bajo las cuales están contratadas determinan la manera en que el empleo afecta su propio bienestar y el de su familia.
La potencialidad de las instituciones y políticas de empleo
La adopción de políticas laborales con un claro enfoque de igualdad de género, que puedan promover que en los mercados de trabajo las mujeres no sean discriminadas, constituyen un desafío prioritario en la región. Las mismas, tienen que abocarse de manera fehaciente a desarticular las barreras de la segmentación ocupacional que mantiene a las mujeres mayoritariamente en los sectores de servicios, superar los obstáculos para el desarrollo de carrera y el ascenso profesional de las mujeres, cerrar las brechas de remuneración, ampliar la protección social y los sistemas de cuidados y atender la discriminación étnica y racial que se agrega a las desigualdades de género. Asimismo, deben se diseñadas e implementadas a favor de todas las mujeres y no sólo de aquellas que se encuentran en situación de vulnerabilidad o pobreza.
La histórica división sexual del trabajo y la consiguiente asignación del trabajo reproductivo a las mujeres, constituye la principal barrera que ellas continúan enfrentando en el mundo laboral. Por lo tanto, la igualdad de género y la autonomía económica de las mujeres no serán posibles si los cuidados de los miembros de las familias no se conciben como un derecho básico de ciudadanía que la colectividad asume y garantiza para maximizar el bienestar individual y social, con directa competencia del Estado en la provisión de servicios de cuidado, en la regulación de las responsabilidades que le caben a las empresas y actores sociales y en la redistribución del tiempo total de trabajo –remunerado y no remunerado- entre los hombres y las mujeres al interior de las familias.
Avanzar efectivamente en mayores oportunidades laborales para las mujeres es un componente esencial para su autonomía económica y constituye una herramienta fundamental para combatir la pobreza desde el mundo del trabajo y garantizar así la sostenibilidad del desarrollo.
* Este artículo se elaboró sobre la base de: Lupica Carina (2015). “Instituciones laborales y políticas de empleo. Avances estratégicos y desafíos pendientes para la autonomía económica de las mujeres”. Serie Asuntos de Género N° 125, CEPAL. http://repositorio.cepal.org/bitstream/handle/11362/37819/S1500198_es.pdf?sequence=1