Por Lic. Luis Alberto Ulla, Director de I+D del Instituto Argentino de Responsabilidad Social Empresaria (IARSE).
La simple noción de diversidad nos lleva a relacionarla con la diferencia, la variedad y una cierta forma de abundancia de cosas que, vistas rápidamente, nos parecen distintas. Algunos llaman a eso desemejanza.
Si pensamos en la diversidad desde la perspectiva humana, deberíamos asociarla a un largo proceso evolutivo aún vigente; por medio del cual comenzamos siendo muy parecidos, y luego, durante varios miles de años de adaptación, fuimos adquiriendo características diferenciales en materia de aspecto.
La raíz esencial se fue moldeando con el escenario geográfico y ambos se fueron sintetizando y expresando en nuevas y diferentes culturas. Por eso, llama tanto la atención la existencia de un fenómeno llamado etnocentrismo, concepto elaborado por la antropología para nombrar a la tendencia que lleva a una persona o grupo social a interpretar la realidad a partir de sus propios parámetros culturales. Esta práctica está vinculada a la creencia de que la etnia propia y sus prácticas culturales son superiores a los comportamientos de otros grupos.
Bien vale aclarar que el etnocentrismo es una tendencia común a cualquier grupo humano. Resulta usual que los elementos de la propia cultura, sean calificados o comentados en términos positivos, describiendo de forma negativa las creencias y costumbres ajenas.
El etnocentrismo se revela como un universal cultural. En todas partes, hay personas que creen que su forma de entender la vida y las costumbres es la correcta, en detrimento de aquellos grupos que no las compartan. Lo diferente tiende a ser considerado o asimilado con lo inferior.
En un sentido opuesto, existe otro concepto que se conoce como relativismo cultural, y que está ubicado en la antípoda del etnocentrismo. Esta postura afirma que los rasgos característicos de una forma de vivir y de hacer las cosas, deben analizarse únicamente dentro del sistema al que pertenecen, y que son tan dignos de respeto como los de cualquier otro. Una perspectiva razonable, salvo cuando se acerca riesgosamente al costado negativo; porque en un extremo esta visión puede llevarnos a ser tolerantes con comportamientos que atentan contra la vida o la libertad de los individuos, ignorando aquellos valores que tienen que ver con la dignidad, la justicia y la ética.
La diversidad cultural, en tanto permite la convivencia armónica, ha de considerarse siempre como un activo importante de la humanidad a la par que debe valorarse como uno de los motores que contribuyen al conocimiento y al re-conocimiento del todo en cada uno. Es poder vernos a nosotros mismos, en aquel que es precisamente el más distinto a nosotros. Así ya no se trata tanto de tener derecho a ser iguales, sino de tener igual derecho a ser diferentes. Una hermosa pizarra tenía escrito en tiza: “Si enseñamos a los niños a aceptar y entender la diversidad como algo normal, ya no será necesario hablar de inclusión, sino de convivencia”.
Cada persona tiene derecho a que su diferencia sea respetada, tanto por otras personas, como por las autoridades y las instituciones. Ni que hablar de las empresas, como lugares cotidianos de encuentro y convivencia de lo diferente.
Sin una comprensión evolucionada del valor esencial de la diversidad, seguiremos estando limitados e incapacitados para comprender y respetar la otra gran diversidad funcional: la diversidad biológica o biodiversidad, esa inmensa variedad de seres vivos que co-habitan el planeta junto a nosotros.
El respeto por la propia identidad pasa por valorar y celebrar las diferencias personales, grupales, comunitarias, sociales y culturales; ya que esto es una forma de realzar y honrar nuestra propia historia.