* Por Paola Scarinci de Delbosco – Profesora de Ética, Deontología y Filosofía. Especialista en Educación en Valores.
Nuestra cultura está llena de palabras de origen griego, que nos transmiten la profundidad del pensar filosófico y nos ayudan a entender más a fondo qué implican ciertos conceptos.
La palabra ética, por ejemplo, viene del término griego ἢθος (éethos), que alude simultáneamente al carácter o situación particular de cada persona, pero también al ámbito o hábitat que las personas comparten en su vida, que suele ser fuente y arraigo de hábitos y costumbres.
Está claro que los hábitos en sí mismos, sin un compromiso con el bien propio y el bien común, no garantizarían la dimensión verdaderamente ética en las conductas, sino a lo sumo la continuidad de las culturas, inclusive en sus errores. Como ejemplo basta pensar en el injusto trato hacia las mujeres de ciertas tradiciones, que tiende a perpetuarse, hasta que se logre hacer algo para cambiar esa errónea costumbre.
En cambio, la dimensión ética aparece cuando las personas se hacen conscientes de su libertad y deciden usarla bien, en el sentido más pleno del término.
La ética es sin duda algo personal, pero también necesita ser incentivada en un clima apropiado, pues se vuelve casi imposible una conducta ética e íntegra en ámbitos tóxicos, de hipocresía y contradicciones. Los seres humanos somos seres sociables, y buena parte de nuestro desarrollo tiene que ver con el contexto de nuestras actividades y de nuestra vida. Hay contextos que permiten, más que otros, un crecimiento armónico y una conducta responsable.
A partir del significado simultáneo de éethos, por un lado, como formación del carácter y, por el otro, como ámbito común de hábitos y costumbres, entendemos que la cultura de una empresa puede perfectamente constituirse en ese espacio favorable a la conducta ética y a la integridad de las personas. Sabemos de sobra cómo influyen en nosotros – positiva o negativamente- los ejemplos concretos de otras personas, lo que los antiguos llamaban causa ejemplar de los comportamientos. El que trabaja habitualmente con grupos humanos sabe muy bien cómo ciertas conductas pueden contribuir, por un lado o por el otro, a dar una determinada tónica colectiva.
Cuando esos ejemplos son positivos, y cuando encarnan valores que no son abandonados ni aún bajo presión – siendo ésta una muy buena definición de lo que entendemos como integridad -, entonces se va formando en el tiempo una cultura compartida, que se caracteriza por el compromiso ético y la integridad.
Por esta razón, cuando la empresa se pregunta respecto del camino hacia su desarrollo sustentable, seguramente, en primer término, definirá bien sus valores, es decir, esas conductas y actitudes beneficiosas tanto para cada individuo como para la comunidad, porque éstos representan su propia identidad, su modo de estar presente en la vida de la comunidad, su modo de contribuir a facilitar la vida de los demás.
En segundo término, la empresa deberá preguntarse cómo puede ser para cada persona un lugar que estimule las mejores capacidades, que desarrolle virtudes y favorezca actitudes de justicia y generosidad.
Se habla mucho de clima interno, y todo esto es algo afín, pero no agota la idea. Está claro que el buen trato, la cercanía, la actitud servicial y la humildad son condiciones insoslayables para crear un buen clima de trabajo, y está muy bien que se incentiven estas actitudes y conductas. Lo que intensificaría los buenos resultados individuales y grupales es que también se tome conciencia de que no se trata solo del modo de trabajar de una determinada empresa, sino de la entusiasmante tarea de construir el mundo.
En estos tiempos posmodernos, la separación neta entre mundo del trabajo y esfera personal se ha difuminado, con buenos y malos efectos.
Uno de los efectos negativos es que el trabajo no termine nunca, que uno se encuentre siempre bajo presión, y que el celular o la pc sean las nuevas cadenas de esta renovada forma de esclavitud. Ya estamos alertados sobre estos peligros, y por eso hay que empeñarse en reservar espacios para recargar fuerzas, para pensar, para amar. Cada uno sabrá cómo hacer.
Pero también hay efectos muy positivos de esa integración de espacios: es la misma persona la que trabaja y la que atiende a su mundo personal, y no solo un aspecto de su vida puede enriquecer al otro, sino que resulta más evidente que los objetivos de la vida personal no deben abandonarse el mundo del trabajo.
La necesidad de reconocimiento, de autonomía y de sentido están presentes en los dos ámbitos, y una buena cultura laboral tiene en cuenta estos irrenunciables rasgos de la vida de las personas. La cultura de la empresa será tanto más exitosa cuanto más proporcione espacios para el desarrollo pleno de las personas, un desarrollo que implica favorecer una conducta ética y el compromiso con la integridad. Cuando una cultura con estas características se vuelve el estilo reconocible de la empresa, se notará pronto su efecto en la calidad de la convivencia y en la mejora de los resultados.
En el fondo, el secreto de todo esto es que trabajar no es simplemente ganarse el sustento para sobrevivir; trabajar es también construir un mundo más humano.
Y en esa tarea o somos todos protagonistas o no tendremos el derecho a la protesta.